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miércoles, diciembre 07, 2011

Pitágoras, el Maestro de la Unidad.


Pitagoras 01 En poco más de un siglo, aparecieron cinco profetas que realizaron una verdadera revolución espiritual: Zaratustra, Isaías, Buda, Confucio y Pitágoras. En la misma época y en diversos puntos del globo, grandes reformadores vulgarizaban análogas doctrinas. Lao-Tsé salía en China del esoterismo de Fo-Hi; el último Buddha Shakia-Muní predicaba en las orillas del Ganges; en Italia el sacerdocio etrusco enviaba a Roma un iniciado provisto de libros sibilinos, el rey Numa, que intentó refrenar por medio de sabias instituciones la ambición amenazadora del Senado romano. Y no es por pura casualidad por lo que estos reformadores aparecen al mismo tiempo en pueblos tan diversos. Sus misiones diferentes concurren a un objetivo común: Ellas prueban que en ciertas épocas una misma corriente espiritual atraviesa misteriosamente por toda la Humanidad. ¿De dónde viene? De ese mundo divino que está fuera de nuestra vista, pero del cual los genios y los profetas son enviados y testigos.
Nacido en Samos hacia el año 570 antes de Cristo, Pitágoras es el maestro de la Grecia laica como Orfeo lo es de la Grecia sacerdotal. Él tradujo, continuó el pensamiento religioso de su predecesor y lo aplicó a los nuevos tiempos. Pero su traducción es una creación. Porque él coordina las inspiraciones órficas en un sistema completo; él da la prueba científica en su enseñanza y la prueba moral en su instituto de educación, en la orden pitagórica que le sobrevive.
Pitágoras era el hijo de un rico comerciante de sortijas de Samos y de una mujer llamada Parthenis. La Pitonisa de Delfos, consultada en un viaje por los jóvenes esposos, les había prometido: “Un hijo que sería útil a todos los hombres, en todos los tiempos”, y el oráculo había enviado los esposos a
Sidón, en Fenicia, a fin de que el hijo predestinado fuese concebido, moldeado y dado a luz, lejos de las perturbadoras influencias de su patria. Antes que naciera, el maravilloso niño había sido dedicado con fervor, por sus padres, a la luz de Apolo, en la luna del amor. El niño nació; cuando tuvo un año de edad, su madre, siguiendo un consejo dado de antemano por los sacerdotes de Delfos, le llevó al templo de Adonai, en un valle del Líbano. Allí el gran sacerdote le había bendecido. Luego, su familia le llevó a Samos. El hijo de Parthenis era muy hermoso, dulce, moderado, lleno de justicia. Sólo la pasión intelectual brillaba en sus ojos y daba a sus actos una energía secreta. Lejos de contrariarle, sus padres habían animado su inclinación precoz por el estudio de la sabiduría. Había podido conferenciar con los sacerdotes de Samos y con los sabios que comenzaban a formar en Jonia escuela donde enseñaban los principios de la Física. A los dieciocho años, había seguido las lecciones de Hermodamas de Samos; a los veinte, las de Pherecide, en Syros; también había conferenciado con Thales y Anaximandro en Mileto. Esos maestros le habían abierto nuevos horizontes, más ninguno le había satisfecho. Entre sus contradictorias enseñanzas buscaba interiormente el lazo, la síntesis, la unidad del gran Todo.
Por esta serie de acontecimientos anteriores al momento en que Pitágoras llegó, tres religiones diferentes se codean en el alto sacerdocio de Babilonia: los antiguos ascerdotes Caldeos, los supervivientes del magismo persa y la flor de la cautividad judía. Lo que prueba que estos diversos sacerdocios se entendían entre sí por el lado esotérico, es precisamente el papel de Daniel, quien, continuando en su afirmación del Dios de Moisés, fue primer ministro bajo Nebukadnetzar, Baltasar y Ciro.
Pitágoras debió ensanchar su horizonte ya tan vasto al estudiar aquellas doctrinas, aquellas religiones y aquellos cultos, cuya síntesis conservaban aún algunos iniciados. En Crotona estudió su mística de los números que, según él, eran los fundamentos mismos del universo, mística a partir de la cual estableció una ética profunda y poderosa.

Pitagoras 03 LA ORDEN Y LA DOCTRINA

 Al llegar a Crotona, que se inclinaba entonces hacia la vida voluptuosa de su vecina Sybaris, Pitágoras produjo allí una verdadera revolución. Porfirio y Jámblico nos pintan sus principios como los de un mago, más bien que como los de un filósofo. Reunió a los jóvenes en el templo de Apolo, y logró por su elocuencia arrancarles del vicio. Reunió a las mujeres en el templo de Juno, y las persuadió a que llevaran sus vestidos de oro y sus ornamentos a aquel mismo templo, como trofeos de la derrota de la vanidad y del lujo. Él envolvía en gracia la austeridad de sus enseñanzas. De su sabiduría se escapaba una llama comunicativa. La belleza de su semblante, la nobleza de su persona, el encanto de su fisonomía y de su voz, acababan de seducir. Las mujeres le comparaban a Júpiter, los jóvenes a Apolo hiperbóreo. Cautivaba, arrastraba a la multitud, muy admirada al escucharle de enamorarse de la virtud y de la verdad.

 Las Pruebas

Pitágoras era extremadamente difícil para la admisión de los novicios, diciendo que “no toda la madera sirve para hacer un Mercurio”. Los jóvenes que querían entrar en la asociación, debían sufrir un tiempo de prueba y de ensayo. Presentados por sus padres o por uno de los maestros, les permitían al pronto entrar en el gimnasio pitagórico, donde los novicios se dedicaban a los juegos de su edad. El joven notaba al primer golpe de vista, que aquel gimnasio no se parecía al de la ciudad. Ni gritos violentos, ni grupos ruidosos, ni fanfarronería ridícula, ni la vana demostración de la fuerza de los atletas en flor, desafiándose unos a otros y mostrándose sus músculos, sino grupos de jóvenes afables y distinguidos, paseándose dos a dos bajo los pórticos o jugando en la arena. Se ejercitaban en la carrera, en el lanzamiento del venablo y del disco. También ejecutaban combates simulados bajo la forma de danzas dóricas, pero Pitágoras había desterrado severamente de su instituto la lucha cuerpo a cuerpo, diciendo que era superfluo y aun peligroso desarrollar el orgullo y el odio con la fuerza y la agilidad, que los hombres destinados a practicar las virtudes de la amistad no debía comenzar por luchar unos con otros y derribarse en la arena como bestias feroces; un verdadero héroe sabría combatir con valor, pero sin furia; porque el odio nos hace inferiores a un adversario cualquiera.

La prueba moral era más seria. Bruscamente, sin preparación, encerraban una mañana al discípulo en una celda triste y desnuda. Le dejaban una pizarra y le ordenaban fríamente que buscara el sentido de uno de los símbolos pitagóricos, por ejemplo: “¿Qué significa el triángulo inscrito en el círculo?”. O bien: “¿Por qué el dodecaedro comprendido en la esfera es la cifra del universo?”. Pasaba doce horas en la celda con su pizarra y su problema, sin otra compañía que un vaso de agua y pan seco. Luego le llevaban a una sala, ante los novicios reunidos. En esta circunstancia, tenían orden de burlarse sin piedad del desdichado, que malhumorado y hambriento comparecía ante ellos como un culpable. — “He aquí, decían, al nuevo filósofo. ¡Qué semblante más inspirado!. Va a contarnos sus meditaciones. No nos ocultes lo que has descubierto. De ese modo meditarás sobre todos los símbolos. Cuando estés sometido un mes a régimen, verás cómo te vuelves un gran sabio”.

Primer grado: preparación


Pitágoras no creía que la juventud fuese capaz de comprender el origen y el fin de las cosas. Pensaba que ejercitarla en la dialéctica y en el razonamiento, antes de haberla dado el sentido de la verdad, formaba cabezas huecas y sofistas pretenciosos. Pensaba él desarrollar ante todo en sus facultades la facultad primordial y superior del hombre: la intuición.

Segundo grado: Purificación.


Pitágoras llamaba matemáticos a sus discípulos porque su enseñanza superior comenzaba por la doctrina de los números. Pero esta matemática sagrada, o ciencia de los principios, era a la vez más trascendente y más viva que la matemática profana, única conocida por nuestros sabios y filósofos. EL NÚMERO no se consideraba sólo como una cantidad abstracta, sino como la virtud intrínseca y activa del UNO supremo, de DIOS, fuente de la armonía universal. La ciencia de los números era la de las fuerzas vivas, de las facultades divinas en acción, en los mundos, y en el hombre, en el macrocosmos y el microcosmos… Penetrándolos, distinguiéndolos y explicando su juego, Pitágoras formaba nada menos que una teogonía o teología racional.

En el santuario  Pitágoras  simbolizaba la Ciencia divina y central o la Teogonía. A su alrededor, las Musas esotéricas llevaban, además de sus nombres tradicionales y mitológicos, el nombre de las ciencias ocultas y de las artes sagradas que custodiaban.
Urania guardaba la astronomía y astrología;
Polimnia la ciencia de las almas en la otra vida, el arte de la adivinación;
Melpómene, con su careta trágica, la ciencia de la vida y de la muerte, de las transformaciones y de los renacimientos. Esas tres Musas superiores constituían juntas la cosmogonia o física celeste.
Calíope, Clío y Euterpe presidían a la ciencia del hombre o psicología con sus artes correspondientes: medicina, magia, moral.
El último grupo: Terpsícore, Erato y Talía, abarcaba la física terrestre, la ciencia de los elementos, de las piedras, de las plantas y de los animales.
De este modo, a primera vista, el organismo de las ciencias, calcado en el organismo del universo, aparecía al discípulo en el círculo viviente de las Musas iluminadas por la llama divina.
Después de conducir a sus discípulos dentro de aquel pequeño Santuario, Pitágoras abría el libro del Verbo, y comenzaba su enseñanza esotérica.
“Esas Musas, decía, sólo son las terrestres efigies de las potencias divinas de que vais a contemplar por vuestros propios ojos, la inmaterial y sublime belleza. De igual modo que ellas miran al Fuego de Hestia de que emanan, y que les da el movimiento, el ritmo y la melodía, así debéis sumergiros en el Fuego central del universo, en el Espíritu divino para difundiros con él en sus manifestaciones visibles”.

Tercer grado: perfección

La cosmogonía y la psicología esotérica tocaban a los más grandes misterios de la vida, a secretos peligrosos y celosamente guardados de las ciencias y de las artes ocultas. Por esto, Pitágoras gustaba de dar aquellas lecciones lejos del día profano, por la noche, al borde del mar, en las terrazas del templo de Ceres, al murmullo ligero de las olas jónicas, de tan melodiosa cadencia, a las lejanas fosforescencias del Kosmos estrellado, o bien de las criptas del santuario, donde las lámparas egipcias de nafta difundían una claridad dulce e igual.

Pitágoras  consideraba al universo como un ser vivo, animado por una grande alma y penetrado por una grande inteligencia. La segunda parte de su enseñanza comenzaba, pues, por la cosmogonía. Él sabía  que cada mundo solar forma un pequeño universo, que tiene su correspondencia en el mundo espiritual y su cielo propio. Los planetas servían para marcar la escala. Pero esas nociones, que habrían revolucionado la mitología popular y que la multitud hubiese tachado de sacrilegios, jamás eran confiadas a la escritura vulgar. Sólo se enseñaban bajo el sello del más profundo secreto. Proserpina, la diosa de las almas, presidía a su encarnación en la materia. Pitágoras llamaba, pues, a los planetas, perros de Proserpina, porque guardan y retienen las almas encarnadas como el cancerbero mitológico guarda las almas en el infierno.  La cosmogonía del mundo visible, decía Pitágoras, nos ha conducido a la historia de la tierra y ésta al misterio del alma humana.

“Conócete a ti mismo y conocerás el universo de los dioses”, he aquí el secreto de los sabios iniciados. Pero para penetrar por esa puerta estrecha de la inmensidad del universo invisible, despertemos en nosotros la vista directa del alma purificada y armémonos con la antorcha de la Inteligencia, de la ciencia de los principios y de los números sagrados. Pitágoras pasaba así de la cosmogonía física a la cosmogonía espiritual. Después de la evolución de la tierra, contaba la evolución del alma a través de los mundos. Fuera de la iniciación, esta doctrina es conocida bajo el nombre de transmigración de las almas. Entonces los discípulos, hombres y mujeres, agrupados alrededor del maestro, en una parte subterránea del templo de Ceres, llamada cripta de Proserpina, escuchaban con una emoción palpitante la historia celeste de Psiquis. Esta historia que corresponde a lo que el cristianismo llama la redención, falta por completo en el Antiguo Testamento.

Después de tantas vidas; de muertes, de nacimientos, de calmas y de despertares, ¿Hay un término a las labores de Psiquis?. Sí, dicen los iniciados: cuando el alma haya definitivamente vencido a la materia, cuando desenvolviendo todas sus facultades espirituales, haya encontrado en sí misma el principio y el fin de toda cosa, entonces, no siendo la encarnación necesaria, entrará en cl estado divino por su unión completa con la divina inteligencia. Para Pitágoras, la apoteosis del hombre no era la inmersión en la inconciencia, sino la actividad creadora en la suprema conciencia. El alma se ha vuelto espíritu puro y no pierde su individualidad; la perfecciona al concluirla, puesto que se junta con su arquetipo en Dios.

Cuarto grado: Epifanía


El maestro había paseado a sus discípulos por las regiones inconmensurables del Kosmos, les había sumergido en los abismos de lo invisible. Del tremendo viaje los verdaderos iniciados debían volver a la tierra. mejores, más fuertes y mejor templados para las pruebas de la vida. A la iniciación de la inteligencia debía suceder la de la voluntad, la más difícil de todas. Porque ahora se trataba para el discípulo de hacer a la verdad descender en las profundidades de su ser, de hacer la obra en la práctica de la vida. Para alcanzar ese ideal, se precisaba, según Pitágoras, reunir tres perfecciones: realizar la verdad en la inteligencia, la virtud en el alma, la pureza en el cuerpo.

Unas palabras más sobre la influencia del maestro en la filosofía. Antes de él había físicos de un lado, moralistas del otro; Pitágoras hizo entrar la moral, la ciencia y la religión en su vasta síntesis. Esta síntesis no es otra cosa que la doctrina esotérica que hemos tratado de volver a encontrar en plena luz en el fondo mismo de la iniciación pitagórica. El filósofo de Crotona no fue el inventor, sino el ordenador luminoso de esas verdades primordiales en el orden científico.