Diez parábolas para una hermosa virtud cotidiana. 1. Parábola de Teófano el recluso En los siguientes consejos del asceta Teófano, que se autorrecluyó para mayor ejercitación de su propia espiritualidad conforme a cierta costumbre de la época, se contiene mucha sabiduría respecto del combate interior ascético siempre precisado de paciencia, virtud presente en todas las demás. - El combate interior no debe ser abandonado aunque se haya perdido esta batalla. La batalla dura sólo hoy, el combate toda la vida. Debe darse con constancia, pues de lo contrario todo nuestro esfuerzo quedará sin fruto y nuestra inclinación hacia las bajas pasiones podrá crecer en vez de decrecer. |
- Si abandonamos la lucha interior, descubriremos que mientras intentamos eliminar una pasión otra nos invade. Por ejemplo, arrojamos la gula mediante el ayuno, y he aquí que la vanagloria ocupa su lugar. Si descuidamos otorgar al combate interior la atención que le es debida, ningún esfuerzo, por penoso que sea, traerá fruto. El combate interior, unido a la lucha activa, golpea a las pasiones a la vez desde dentro y desde fuera, y así las destruye tan rápidamente como se destruye a un enemigo rodeándolo por el frente y por la retaguardia.
- Por la paciencia somos llevados a la altura de Dios, pero eso no ocurriría si previamente Dios no se hubiera adelantado en su Infinita Paciencia para con nosotros. La paciencia de Dios es el eterno setenta veces siete: la virtud del alma llamada paciencia es un don de Dios tan grande que en ella se manifiesta incluso la paciencia del que nos la da. Si se hace caso omiso de dicha referencia, todo asceta cae: «de un anacoreta indio, que había vivido dos años enteros alimentándose solamente del rocío que cae del cielo, se cuenta que vino un buen día a la ciudad y que, habiendo degustado el producto de la vid, se hizo un bebedor consumado».
Quien logra el hábito de la paciencia puede alcanzar una madurez mayor. Ahora bien, a dicho hábito se llega fracasando. Sin embargo, lo que la fracasada paciencia humana no alcanza puede alcanzarlo quien apacienta sus impaciencias en una paciencia infinita.
2. Parábola del bon sai
La paciencia son las estalactitas y estalacmitas de la vida: ellas se van formando muy poco a poco en la oscuridad, se integran gota a gota y de manera irregular, no geométrica, requieren de tiempo, y crecen por arriba y por abajo siendo al fin muy hermosas.
La paciencia es un bon sai: solo tiempo, fe, cuidados y mimos le hacen crecer. No se puede jalar el arbolito de las ramas, sacarlo de su maceta, para ver si está echando raíces. Necesita la humildad del humus para desarrollarse.
Podemos explicar esta parábola con otra. Es, en efecto, como aquella rana que al saltar cayó en un cubo de crema, pero que chapoteando y chapoteando amaneció por la mañana sobre una masa de mantequilla que ella misma había batido. Allí estaba con su cara sonriente tragando las moscas que venían por docenas de todas partes.
3. Parábola de Lincoln
Aunque no nos gusten demasiado los ejemplos yankees (¡paciencia nos hace falta con ellos!), nobleza obliga. El negocio de Abrahán Lincoln fracasó políticamente en 1831. Derrotado en las elecciones para la legislatura del Estado en 1832, volvió a fracasar en los negocios en 1833. Al año siguiente fue elegido para la legislatura. Su novia murió en 1835 y después de eso le vino una depresión nerviosa. En 1838 perdió su licitación para ser presidente de la legislatura, y fue derrotado como elector en 1840 y en las elecciones para el Congreso en 1843. Ganó la competencia para el Congreso en 1846, para sufrir de nuevo la derrota en 1848, fecha en que se reiteró en las elecciones para el Senado en 1858. Después de todo eso fue elegido presidente de los EEUU en 1860.
En todo hombre público que alcanza una meta se esconde siempre un hombre privado que cultiva un hábito, cuyo color es el color de la paciencia.
4. Parábola del pequeño caracol
¡Cuánto esfuerzo y cuántísima paciencia desarrolla el caracol con su casita a cuestas para ir y venir a los sitios! Pero al final lo logra, porque su esfuerzo es paciente y humilde.
Aquel pequeño caracol emprendió la ascensión a un cerezo en un desapacible día de finales de primavera. Al verlo, unos gorriones de un árbol cercano estallaron en carcajadas: «¿no sabes que no hay cerezas en esta época del año?» El caracol, sin detenerse, replicó: «no importa. Ya las habrá cuando llegue arriba». Llegara o no llegara, el caracol ya las anticipaba en su imaginación comenzando a subir con suma modestia. La paciencia es la semisuma de un trabajo modesto y de una imaginación potente que anticipa el resultado, es decir, de una mirada positiva y propositiva.
Cuando las sociedades actuales incitan al triunfo rápido y sin disciplina, hay que recordar que la verdadera fuerza procede del interior, del modesto esfuerzo que recorre centímetro a centímetro, y que quien ríe en viernes puede llorar en domingo si no ha sido suficientemente paciente y modesto mientras tanto.
5. Parábola del leopardo y el fuego
Según un cuento africano, antiguamente el leopardo y el fuego eran amigos. El leopardo vivía, como ahora, en la selva, y el fuego en una caverna. A veces el leoparlo hacía largas caminatas para ir a ver a su amigo. Un día le dijo:
- ¿Por qué no me devuelves mis visitas? ¿Y por qué te estás aquí metido siempre en la caverna en compañía de estas piedras negras?
- ¿Por qué no me devuelves mis visitas? ¿Y por qué te estás aquí metido siempre en la caverna en compañía de estas piedras negras?
El fuego respondió:
- Es mucho mejor que yo esté aquí. Si salgo, puedo ser muy peligroso.
- Es mucho mejor que yo esté aquí. Si salgo, puedo ser muy peligroso.
Pero el leopardo insistió tanto, que al fin su amigo dijo:
- Bueno, pero primero limpia cuidadosamente la explanada que hay delante de la caverna.
- Bueno, pero primero limpia cuidadosamente la explanada que hay delante de la caverna.
El leopardo era algo perezoso, así que arrancó la hierba, pero dejó alguna que otra hoja seca.
Cuando el fuego salió de la caverna, se transformó en seguida en un gran incendio que, impulsado por el viento, llegó hasta la copa de los árboles. El leopardo, aterrorizado, se puso a correr de un lado para otro y se le quemó la piel.
Por eso todavía hoy el leopardo lleva las señales de las quemaduras y, cuando ve a lo lejos a su amigo el fuego, huye como un loco.
Moraleja: los perezosos y los inconstantes pierden hasta los amigos.
6. Parábola del chino y el caballo
Un chino tenía un caballo. El caballo se le escapó. Los vecinos fueron a darle el pésame. «¿Quién dice que sea una desgracia?», les contestó el chino. En efecto, a la mañana siguiente el caballo vino trayendo una yegua salvaje. Los vecinos le felicitaron. «¿Quién dice que sea una fortuna?», respondió el chino. A los dos días su hijo priomogénito, montando la yegua, se cayó y quedó cojo. Los vecinos expresaron su sentimiento de dolor. «¿Quién dice que sea una desgracia?», volvió a preguntar el chino. Al año siguiente hubo una guerra en el país. El primogénito, por estar cojo, no tuvo que alistarse en el ejército... Y la vida siguió con sus episodios...
¡Cuántas veces los juicios apresurados, impacientes, impiden ver más alto y más lejos! La paciencia es esa mirada que siempre aguarda algún no-visto, y que siempre imagina algún no-lugar. De ahí le viene a la paciencia su capacidad para tejer u-topías (no-lugares) y u-cronías (no-tiempos). Y de ahí también la extraordinaria vecindad entre la modesta paciencia y la modesta esperanza.
7. Parábola de los artesianos de Chiapas
Entre los indígenas de Chiapas, cuando el maestro, derrotado por los años, decide retirarse, le entrega al alfarero joven su mejor vasija, la obra de arte más perfecta. El joven recibe la vasija y no la lleva a casa para admirarla, ni la pone sobre la mesa en el centro del taller para que, en adelante, le sirva de inspiración y presida su trabajo. Tampoco la entrega a un museo. La estrella contra el piso, la rompe en mil pedazos y los integra a su arcilla para que el genio del maestro continúe en su obra.
La obra de arte, acabamos de verlo, es tradición, es decir, entrega (traditio) de un arte que sólo puede ser reproducido por la mano de otro artista, el cual sólo puede recrear lo creado por su maestro deshaciéndolo de forma creativa e incorporadora, no destruyéndolo. Si lo destruyera no podría incorporarlo, pero si no lo retomase desde sí mismo, desde su libertad creadora, tampoco. En el primer caso sólo habría vandalismo, en el segundo plagio. Lo que evita el vandalismo y el plagio es la paciencia: en ella hemos de buscar las grandes tradiciones creadoras.
8. Parábola del trigo
Con la ardiente paciencia de un trigal. He aquí una hermosísima parábola de Ignacio Larrañaga, un hombre cuya forma paciente de mirar la realidad dejándose interpelar por ella ha transformado muchos corazones: «hoy siembras un extenso trigal en el campo. Vuelves a la semana siguiente y no se ve nada: parece que el trigo murió debajo de la tierra. Vuelves a las dos semanas y todo sigue igual: el trigo sigue sepultado en el silencio de la muerte. Retornarás a las cuatro semanas y observarás con emoción que el trigal, verde y tierno, emergió tímidamente sobre la tierra. Llega el invierno y caen toneladas de nieve sobre el trigal recién nacido que, aplastado por el enorme peso, sobrevive, persevera. Vienen las terribles heladas capaces de quemar toda vida. El trigal no puede crecer, ni siquiera respirar. Simplemente se agarra obstinadamente a la vida entre vientos y tempestades para sobrevivir. Asoma la primavera y el trigal comienza a escalar la vida lenta pero firmemente. Apenas se nota diferencia entre un mes y otro; parece que no crece. Cuando vuelves unos meses más tarde, con tus asombrados ojos te encontrarás con el espectáculo conmovedor de un inmenso trigal dorado, ondulado suavemente por la brisa. ¿De dónde viene esta maravilla? De las noches horribles del invierno. Por haber sobrevivido con una obstinada perseverancia en las las largas noches del invierno, hoy tenemos este espectáculo.
No hay más. Cuando llegue la hora en que parezca que, en lugar de adelantar, retrocedes, mantente en pie, sobrevive, persevera como el trigal. Cuando la helada de la aridez o la niebla del tedio te penetren hasta los huesos, persevera con una ardiente paciencia: en tus firmamentos habrá estrellas y en tus campos espinas doradas».
9. Parábola del sembrador
«Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, unos granos cayeron en la vereda; vinieron los pájaros y se los comieron. Otros cayeron en terreno rocoso, donde apenas tenían tierra; como la tierra no era profunda, brotaron en seguida; pero en cuanto salió el sol se abrasaron y, por falta de raíz, se secaron. Otros cayeron entre zarzas; las zarzas crecieron y las ahogaron. Otros cayeron en tierra buena y dieron grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. ¡Quien tenga oídos que oiga!». Hasta el día de la cosecha crecerán juntos trigo y cizaña: «Semejante es el Reino de Dios a un hombre que sembró semilla en un campo. Mientras sus hombres dormían, vino su enemigo, esparció cizaña en medio del trigo, y se fue. Pero cuando creció la hierba y llevó fruto apareció también la cizaña. Viniendo los criados del amo, le dijeron: 'Señor, ¿no sembraste buena cosecha en tu campo?, ¿cómo es que tienes cizaña?'. Él les dijo: 'Un hombre enemigo hizo esto'. Dijeron los criados: '¿Quieres que vayamos a recogerla?'. Les contestó: '¡No!, no sea que, al recoger la cizaña, arranquéis con ella el trigo. Dejad crecer juntas las dos cosas hasta la siega; en el tiempo de la siega, diré a los segadores: recoged primero la cizaña y atadla en haces para quemarla, pero el trigo recogedlo en mi granero'».
Desde luego, si se trata de sembrar en el surco humano, la paciencia y el humor son hermanas siamesas: «cuando era un chico de catorce años, relata Mark Twain, mi papá era tan ignorante que apenas podía tolerarlo; sin embargo, cuando cumplí veintiuno, quedé sorprendido de lo que él había aprendido en siete años».
10. Parábola del barrendero
Momo tenía un amigo, Beppo Barrendero, que vivía en una casita que él mismo se había construido con ladrillos, latas de desecho, y cartones. Cuando a Beppo Barrendero le preguntaban algo se limitaba a sonreir amablemente, y no contestaba. Simplemente pensaba. Y, cuando creía que una respuesta era innecesaria, se callaba. Pero, cuando la creía necesaria, la pensaba mucho. A veces tardaba dos horas en contestar, pero otras tardaba todo un día. Mientras tanto, la otro persona había olvidado su propia pregunta, por lo que la respuesta de Beppo le sorprendía casi siempre.
Cuando Beppo barría las calles, lo hacía despaciosamente, pero con constancia. Mientras iba barriendo, con la calle sucia ante sí y limpia detrás de sí, se le iban ocurriendo multitud de pensamientos, que luego le explicaba a su amiga Momo: «ves, Momo, a veces tienes ante ti una calle que te parece terriblemente larga que nunca podrás terminar de barrer. Entonces te empiezas a dar prisa, cada vez más prisa. Cada vez que levantas la vista, ves que la calle sigue igual de larga. Y te esfuerzas más aún, empiezas a tener miedo, al final te has quedado sin aliento. Y la calle sigue estando por delante. Así no se debe hacer. Nunca se ha de pensar en toda la calle de una vez, ¿entiendes?. Sólo hay que pensar en el paso siguiente, en la inspiración siguiente, en la siguiente barrida. Nunca nada más que en el siguiente. Entonces es divertido: eso es importante, porque entonces se hace bien la tarea. Y así ha de ser. De repente se da uno cuenta de que, paso a paso, se ha barrido toda la calle. Uno no se da cuenta de cómo ha sido, y no se queda sin aliento. Eso es importante».
¿Acaso no es lo hermoso de la paciencia el que ella puede concedernos tiempo para conocernos a su través oblicuamente a nosotros mismos? Porque, nos pongamos como nos pongamos, la paciencia con que no sepamos mirarnos a nosotros mismos será la misma no-paciencia que nos impida mirar a la realidad como ella debe ser mirada: con-paciencia, con-pasión, con-com-pasión, com-padeciendo, com-padeciéndo-nos...