La práctica diaria del agradecimiento ha ido incorporándose a mi vida con la misma naturalidad con la que el río llega hasta el mar.
Es por eso que quiero dedicar esta palabra y todo su caudal a aquellos maestros y maestras que fueron llegando a mi vida, y celebrar esos encuentros.
Buda, Jesús, Francesco de Assisi, Confucio, Lao Tse, Rumi, Sócrates, Cipriano, Madre Teresa, y tantos otros maestros atemporales, nos mostraron el camino de la Gran Virtud, la única que lo engloba todo: la virtud de conocerse a uno mismo.
Es con alguno de ellos en quienes buscamos cobijarnos cuando el panorama se ennegrece o el temblor y la desazón nos azotan. Y es así porque todos ellos están metidos en nuestro ADN espiritual para recordarnos que el camino que alguna vez emprendieron es también el nuestro y se encuentra exactamente en el nudo o la oscuridad en la que nos hallamos.
Quien configure su vida en la falsedad, sólo eso reconocerá, pues, el otro o lo otro que siempre nos responde como un espejo, tan siquiera reflejará lo que allí estemos depositando y, por consiguiente, eso nos será devuelto. Por lo tanto, para poder darnos cuenta de que delante nuestro tenemos a un hombre o a una mujer verdaderos de cuerpo y espíritu, habrá que aprender a vivir esa verdad en carne propia. Si genuinamente eso queremos, justo en ese momento se nos aparecerá el maestro, porque el alumno ya estará maduro y dispuesto a tomar la clase.
Luego de años discurridos no tan mansamente, llegué hasta las puertas de maestros que me brindaron, en tiempos y circunstancias diferentes, mucho más que el aprendizaje de técnicas. Gassho a todos ellos por todo eso, porque sin sospecharlo siquiera, me dieron las herramientas que transformaron un trabajo en mi forma de vida.
Cuando el andar va mostrándonos que la vida es una oportunidad única de auto conocimiento, ya no queda pretexto para dudar de qué o de quiénes es factible aprehenderlo. Por esa razón, se me haría sumamente extensa la lista de agradecimientos. De todos modos, no quiero saltear de la nómina a quienes me hicieron enojar, entristecer, temer, dudar, alegrarme y, en pocas palabras, mostrarme lo mejor y lo peor de mí mismo. O en todo caso, haber sido los gestores que develaron la materia prima que poseo para, una vez en mis manos y bajo mi total responsabilidad, amasarla, moldearla y saborearla para lentamente ir recordando la felicidad y plenitud de la que, como ustedes, estoy hecho.
No hablo sólo de personas, también de animales, de las plantas y los árboles. Árboles con los que he mantenido diálogos maravillosos y ancestrales. Puestas de sol irrepetibles, lunas llenas que de tan inmensa casi no quedaba lugar en el cielo para las estrellas.
De lugares en los que se escucha el pulsar de la galaxia. ¿Probaron alguna vez el quedarse quietitos en medio de la montaña, sin nadie alrededor más que ustedes mismos?
Vale agregar a los maestros de las letras, de la música y a los de la mirada franca.
Con mis amigos, la práctica de la atención permanente en el aquí y ahora, como se suele decir, es constante. No hay excusa para no poder mirarnos, escudriñarnos, ponernos en evidencia en pos de vivir desde la sinceridad con uno mismo y con nuestros semejantes. Las charlas que, así relatadas parecen muy formales y serias, siempre dan lugar para reírnos a carcajadas de nosotros mismos, de nuestros laberintos filosofales y prácticas orientales.
Gracias amigos.
Luego de años juntos, de suponernos partidos a la mitad, buscando las ausencias en el otro. De juzgar y perdonar, de salir corriendo o fundirnos en interminables abrazos,
llegamos a reconocer quiénes somos y todo lo que poseemos y valemos, pudiendo compartir nuestras vidas, algo más íntegras y sin pegotearnos.
Por último, y como dice el Maestro Zen Daisetsu Suzuki, "que sepamos vivir en serena alegría, siempre con espíritu de aprendices, para acceder al maestro que hay en nosotros”.
Al sol allí arriba y en mi corazón, al agua apacible o brava de mis aguas, a la tierra que me sostiene y alimenta, al aire que respiro y vuelo en incontables eones de alientos.
A ustedes y a aquellos que se me escapan de la memoria, más por descuido que por desinterés, sepan y no duden, que todos y todas, están en mí. Gassho. Gracias.
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