Durante doce años, Buda vagó por los bosques haciendo
diferentes prácticas espirituales y meditando.
Y al final llegó el día del regocijo supremo y, sentado debajo de un árbol,
se iluminó.
Lo primero que recordó fue que tenía que volver al palacio para
comunicar la buena noticia a la mujer que lo había amado, al
hijo que había dejado atrás y al anciano padre que cada día
esperaba que volviera.
Éstas son cosas tan humanas que se llevan en el corazón,
incluso en el de un Buda.
Después de doce años, Buda regresó.
Su padre estaba enojado, como cualquier padre lo estaría.
No pudo ver quién era Buda ni pudo ver aquello en lo que Buda se había convertido.
No pudo ver su espíritu, que era tan patente y claro.
El mundo entero se daba cuenta, pero su padre no podía verlo.
Su padre lo recordaba con su identidad de príncipe,
pero esa identidad ya no estaba ahí.
Buda había renunciado a ella.
De hecho, Buda dejó el palacio precisamente para conocerse a
sí mismo tal y como era. No quería distraerse con lo que otros
esperaban de él.
Pero su padre lo miraba ahora a la cara con lo ojos de hacía
doce años. -Soy tu padre –le dijo-, y aunque me hayas hecho
mucho daño, aunque me hayas herido profundamente, te quiero.
Soy un anciano y estos doce años han sido una tortura.
Tú eres mi único hijo, y he intentado seguir vivo hasta que regresaras.
Ahora, estás aquí. ¡Toma, hazte cargo del palacio, sé el rey!
Aunque a ti no te interese, déjame descansar. Ya es hora de
que yo descanse. Has cometido un pecado contra mí, casi me
has asesinado, pero te perdono y te abro las puertas.
-Padre, date cuenta de con quién estás hablando –contestó
Buda-. El hombre que dejó el palacio ya no está aquí. Murió
hace mucho tiempo. Yo soy otra persona. ¡Mírame!
-¿Quieres engañarme? –dijo su padre, todavía más enojado-.
¿Crees que no te conozco? ¡Te conozco mejor de lo que nadie
te puede conocer! Soy tu padre, te he traído al mundo; en tu
sangre circula mi sangre, ¿cómo no voy a conocerte?
-Aun así, padre –respondió Buda-. Por favor, comprende. He
estado en tu cuerpo, pero eso no significa que me conozcas.
-De hecho, hace doce años ni siquiera yo sabía quién era.
¡Ahora, lo sé! Mírame a los ojos.
-Por favor, olvida el pasado, sitúate aquí y ahora.
-Te he esperado durante todos estos años –le dijo su padre-, y
hoy me dices que no eres el que fuiste, que no eres mi hijo,
que te has iluminado...
Respóndeme entonces tan sólo a una última cosa:
sea lo que sea que hayas aprendido,
¿no hubiera sido posible aprenderlo aquí, en el palacio, a mi lado, entre tu gente?
¿Sólo se encuentra la verdad en el bosque y lejos de nosotros?
-La verdad está tanto aquí como allí –dijo Buda-.
Pero hubiera sido muy difícil para mí conocerla,
porque me encontraba perdido en la identidad de príncipe, de hijo, de marido, de padre, de ejemplo.
-No fue el pasado lo que abandoné, ni a ti, ni a los demás,
sólo me alejé de la prisión que era para mí mi propia identidad.