Cuentan que una noche un sultán soñó que había perdido todos los dientes.
Enseguida cuando despertó, ordenó llamar a un adivino para que interpretase su sueño.
- ¡Qué desgracia, mi señor! – exclamó el adivino – cada diente caído representa la pérdida de un pariente de Vuestra Majestad.
- ¡Qué insolencia! – gritó el sultán enfurecido – ¿Cómo te atreves a decirme semejante cosa? ¡Fuera de aquí!
Llamó a su guardia y ordenó que encierre al adivino durante una semana y que le dieran cien latigazos.
Más tarde ordenó que le trajeran otro adivino. Enseguida cuando lo vio, le contó lo que había soñado. Éste, después de escuchar al sultán con muchísima atención, le dijo:
- ¡Excelso Señor! ¡Felicitaciones! El sueño significa que sobreviviréis a todos vuestros parientes.
Se iluminó el semblante del sultán con una gran sonrisa y ordenó que le dieran cien monedas de oro al adivino. Cuando éste salía del palacio, uno de los cortesanos le dijo admirado:
- ¡No es posible! La interpretación que hiciste de los sueños es la misma que la del primer adivino. No entiendo por qué al primero le pagó con cien latigazos y una semana de calabozo y a ti con cien monedas de oro.
- Recuerda bien, amigo mío – respondió el adivino – que todo depende de la forma en el decir.
Uno de los grandes desafíos de la humanidad es aprender el arte de comunicarse.
De la forma como nos comunicamos depende, la mayoría de las veces, la felicidad o la desgracia de las personas, la paz o la guerra entre los pueblos.
Que la verdad debe ser dicha en cualquier situación, de esto no cabe duda, más la forma con que debe ser comunicada es lo que provoca en algunos casos, grandes problemas.
La verdad puede compararse con una piedra preciosa.
Si la lanzamos contra el rostro de alguien, puede herir,
pero, si la envolvemos delicadamente y la ofrecemos con ternura,
sin dudas que será aceptada con agrado.