Caminamos demasiado solos.
A veces, permitimos que alguien nos siga. Otras ocasiones, tratamos de avanzar más rápido para alcanzar al de delante, pero en pocos momentos dejamos que el otro vaya a nuestro lado.
No intentamos ceder nuestro puesto y ocupar el adyacente. Nos lo impide el orgullo, la soberbia y esa prepotencia absurda de ofrecer una imagen que no se refleja en ningún sitio.
Empecinados en nosotros mismos, escuchamos pocas veces y vemos en muchas menos aún. Por eso, es tan frecuente que no logremos ponernos en el lugar del otro.
El concepto de empatia, tantas veces utilizado como vía de comprensión de los demás, se resiste en nuestro interior al ser puesto en práctica.
Nadie duda de las teorías. Son bellas formas de demostar a los demás que dominamos la comprensión, la tolerancia y la flexibilidad, cuando no hay que demostrarla. Eso ya es otra cosa.
Colocarnos en el lugar del otro significa, de verdad, tratar de enmarcar su vida en su biografía, comenzar por entender cómo ha sido su niñez, saber cómo le han aceptado, amado y tolerado los de su alrededor y vislumbrar la historia que hay detrás de aquello que en él no nos gusta.
Tal vez así, podamos entender sus reacciones y en muchas ocasiones, podamos tolerar lo que nos hace daño en esa persona. Llegar a comprender que ese daño no nos lo hace deliberadamente, sino que simplemente es un resultado de lo que vivió y de la ausencia de afectos que tal vez nosotros hemos tenido sobradamente.
La compasión por el otro, por sus circunstancias, por la suma de experiencias que refleja cuando actúa, nos llevará indefectiblemente, a disculpar lo que en él nos parece tan difícil de perdonar.
Louise Hay